A lo largo de la primavera el
obispo Palafox, que antes había sido arzobispo y virrey en Méjico, sufrió una
intensa crisis de las fiebres tercianas que ya padecía, tan grave que presintió
la inminencia de su muerte y mandó que elaborasen ya su lápida funeraria en la
que sólo quedó en blanco la fecha de su muerte. En junio redactó su testamento
aunque apenas tenía bienes materiales, sólo deudas y lo básico para malvivir,
pero dejó dispuestas las instrucciones de lo que debía hacerse con sus restos al
morir y que se reducían a ser enterrado en la parte más pobre de la catedral
burgense, allí donde se enterraba a los pobres y donde todos pisasen su lápida aunque
también disponía que antes de ser enterrado le sacasen del pecho el corazón y lo
pusieran en una placa de plata con los nombres grabados de Jesús, José y María.
Finalmente, a las 12.30 del día 1 de octubre de 1659 y acompañado de
dos pobres y del relicario con la cabeza de San Pedro de Osma, el obispo Juan
de Palafox y Mendoza murió. El clero y en general todo el pueblo burgense le
consideró ya un santo y decidieron desobedecer los deseos del obispo en cuanto
a su enterramiento y le sepultaron en la capilla mayor de la catedral de donde
pasó a su ubicación actual en la capilla construida exclusivamente en su honor.
Pronto se inició su proceso de canonización que desde el principio causó
una gran controversia. Por una parte sus defensores alabaron sus virtudes
recogidas en sus libros y en los actos de caridad que realizó como obispo de
Puebla de los Ángeles donde destacó como defensor de los derechos humanos de
los indígenas y donde fundó la primera biblioteca de América. Sus enemigos,
sobre todo los jesuitas, le acusaron de “hereje, alumbrado e iluso, falso devoto e
hipócrita” en los tribunales inquisidores de Roma, Madrid y Méjico, y
consiguieron que algunos de sus libros estuvieran prohibidos durante algún
tiempo.
En 2011 el
proceso de canonización dio un gran paso adelante, pero no el definitivo,
siendo entones declarado beato.
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