16/05/1454: Los obispos de la antigüedad solían
ser personajes de su época. Hidalgos o nobles de alta cuna. A menudo padres de
familia con menos vocación religiosa que política lo que hacía que fueran
bravos señores feudales que lo mismo repartían hostias… consagradas en la
catedral que mandobles para defender sus posesiones.
Un
claro ejemplo lo tenemos en Pedro de Montoya. Hombre de origen noble, había
sido capellán mayor del rey Juan II y uno de sus hombres de confianza que
participó en todas las intrigas palaciegas que consideró oportuno apoyando a
unos o a otros en función de su fidelidad al rey y de sus propios intereses. Lo
que hizo que tomara partido en contra del conde Juan de Luna a quien le rey
Juan le había hecho merced de algunas posesiones que habían sido propiedad del
obispado de Osma.
El
obispo Montoya no acató esta decisión real pues consideraba que esos terrenos
pertenecían al obispado y que se los habían usurpado aunque fuese por una orden
real. Por lo que acompañado de sus gentes de armas se presentó en Osma para
tomar posesión de su castillo llegando a nombrar en el día de hoy a un alcaide
de su confianza, Ruy González de Izana.
Juan
de Luna protestó pero se quedó sin el apoyo del rey Juan, ya que este murió en
junio. Y como no estaba bien visto levantar su espada contra un obispo se la
tuvo que enfundar y se retiró a sus posesiones en San Esteban de Gormaz;
dedicándose, eso sí, a hostigar y luchar con los vasallos del obispo y
volviendo a tomar Osma cuando el obispo se marchaba.
Al
final, tuvo que intervenir en rey Enrique IV que decidió que el castillo de
Osma quedase en manos del obispo y la ciudad de Osma en la Casa de Luna.
En cualquier caso Pedro Montoya no
omitió sus obligaciones episcopales donde permaneció hasta su muerte en 1475.
Promovió importantes obras y donaciones en la catedral y ordenó escribir el
“Breviario de Osma” que incluye un leccionario de Pedro de Bourges, el texto
más antiguo conocido sobre la vida y milagros de San Pedro de Osma.
Castillo de Osma.
Dibujo de Isidro Gil en la “Soria” de Nicolás Rabal (1888).
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