Desde al menos hacía cuarenta años, probablemente desde mucho antes, y al igual que los vecinos del Común celebraban la fiestas de San Juan o de la Madre de Dios, los hidalgos de la Diputación de los Doce Linajes de Soria ya celebraban una festividad exclusiva para su estado en la jornada de Santiago apóstol con la tradicional corrida de toros y actos religiosos celebrados en el monasterio de Nuestra Señora de Gracia, aunque estos últimos había ido decayendo hasta desaparecer, convirtiendo la jornada en un fiesta de los hidalgos, sin ningún carácter religioso.
Aunque ya existía
una cofradía de hidalgos -la de Santa Catalina-, en 1572 un reducido grupo de
esos caballeros decidió constituir otra cofradía de nobles caballeros hidalgos
sorianos que, bajo la advocación de Santiago, sería de acceso más restringido y
dedicada a promover la formación de un grupo selecto de caballeros para que, a
través de una serie de actividades físicas y ejercicios militares, pudiera
estar siempre listo y preparado para servir al rey con sus armas.
Es una conjetura, y
no hay datos para demostrarlo, pero por diferentes indicios parece probable que
un sector de los Linajes, formados por caballeros con orígenes hidalgos desde
hacía generaciones, buscaba constituir una “élite de sangre” dentro de la
institución a la que en las últimas décadas habían accedido comerciantes o
ganaderos enriquecidos y hasta descendientes de conversos, algo difícil de
entender por los sectores más tradicionales o elitistas de la institución ya
convertida en un grupo oligárquico de ricos más que de nobles.
El 2 de agosto, en su
sede de la capilla de Santiago de la colegiata de San Pedro (existía en Soria
todavía una parroquia dedicada al santo pero entonces formada por muchos
judeoconversos, por lo que no estarían muy cómodos allí y eligieron la capilla
de la hoy concatedral) perteneciente a Bernardino de Morales, unos de los
caballeros fundadores, acordaron el reglamento definitivo que incluía los
requisitos de los cofrades que debían ser caballeros, vecinos o propietarios
con bienes en la ciudad o en su Tierra y no desempeñar oficio manual, algo tan
inconcebible que, de ser sorprendido, acarrearía su expulsión y la prohibición
de ingreso a sus descendientes. En cuanto a sus obligaciones, los cofrades se
comprometían a asistir a los ineludibles actos religiosos y a restablecer el
ejercicio de la práctica de la Caballería, lo que llevaba obligatoriamente
implícito la posesión de un caballo con el que practicar ejercicios, juegos,
desfiles, acompañamientos de autoridades y espectáculos públicos, y no había
eximente para la obligatoria asistencia a los actos religiosos.
Salvo a los
interesados, la fundación de aquella cofradía tan elitista no gustó a nadie, ni
al Común ni a los caballeros de nobleza menos antigua pues se sentían
desplazados, lo que causó serios enfrentamientos entre todos. Al final y cuando
los ánimos estaban más caldeados, en el verano de ese mismo año una real cédula
de Felipe II vino a solicitar que en las ciudades se constituyera precisamente
eso, agrupaciones de carácter militar y caballeresco a modo de “servicio
militar” de los nobles. Pero de eso, de la solución salomónica adoptada que no
satisfizo a nadie y de su efímera vida, hablaremos otro día.
Vista del lado norte de la Concatedral de San Pedro (2009) desde las laderas del Mirón. Autor Alberto Arribas. |
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