Para el rey Alfonso X de Castilla, este año de 1255 había resultado complicado sobre todo debido a las traiciones de algunos de sus hombres de confianza por lo que decidió tomarse un retiro en el monasterio de Santo Domingo de Silos.
Como buen gobernante sabía que la lealtad de muchos miembros de la nobleza no valía ni treinta monedas y que debía actuar contundentemente, pero al mismo tiempo con flexibilidad, disponiendo premios y honores de la misma forma que ahorcamientos y decapitaciones. Más fácil lo tenía con la Iglesia, pues sabía que mientras corriesen los caudales tendría asegurada su fidelidad.
Uno
de los primeros que acudió a visitarle en Silos, probablemente sin haber sido
llamado, fue el obispo de Osma, don Gil, que tal día como hoy de 1255 se
presentó ante el rey Alfonso para presentarle sus respetos y, ya de paso, a que
le firmase alguna prerrogativa para sus clérigos de forma que, a cambio de que
los clérigos encomendasen sus oraciones por el rey y pidiesen por las almas de
sus antepasados, el rey Alfonso les libraba de pagarle impuestos y pechos. Y no
fue el único beneficio que don Gil consiguió en aquel provechoso viaje, logró
también que el monarca le confirmarse el derecho a que cuando un obispo moría,
la Justicia no tuviera conocimiento de sus bienes, reservándose esa acción
únicamente al Cabildo que se convertía en receptor único de los bienes de
obispos y canónigos fallecidos.
Alfonso X el Sabio rey de Castilla. Escultura en la escalinata de entrada de la Biblioteca Nacional de España. Foto de Luis García, CC BY-SA 2.0, fuente: wikimedia.org |
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